Visitar Jaén es como dar un paseo por un cuadro viviente, un lugar donde la historia y la naturaleza se dan la mano en una danza eterna.
La primera parada en Jaén siempre tiene que ser la Catedral, majestuosa y orgullosa, dominando el horizonte con su imponente fachada renacentista. Recuerdo la primera vez que la vi de niña, me quedé boquiabierta con su grandeza. Aún hoy, cada vez que paso por allí, no puedo evitar sentir un cosquilleo de orgullo en el pecho.
Luego está el Castillo de Santa Catalina, que se asoma desde lo alto del cerro, vigilando la ciudad desde hace siglos. Una vez, en una noche de verano, subí con unos amigos para ver las estrellas. Nos tumbamos en la hierba, y el silencio solo era interrumpido por nuestras risas y algún que otro grillo. Esa paz, esa conexión con el pasado, es algo que solo encuentras aquí.
Pero no todo es perfecto, claro. El centro de Jaén, con sus calles estrechas y empinadas, puede ser un desafío para los que no están acostumbrados. Además, el transporte público deja bastante que desear. Siempre digo que si no tienes coche, te puedes sentir un poco atrapado. Una vez, mi tía Maribel se quedó esperando el autobús más de una hora bajo el sol abrasador de agosto. ¡Imagínate el humor con el que llegó a casa!
Hablando de sol, el clima aquí es todo un tema. En verano, el calor puede ser sofocante, y he visto a más de un turista derretirse bajo los 40 grados. Pero en primavera y otoño, el tiempo es una maravilla. Las tardes son suaves, perfectas para pasear por el Parque de la Alameda, donde los niños juegan y los mayores se sientan a charlar.
La comida, eso sí, es un capítulo aparte. No hay nada como una tapa de pipirrana fresquita o unas espinacas con garbanzos en una tasca del barrio. Sin embargo, he de ser sincera, los precios han subido bastante en los últimos años. Antes, con diez euros comías como un rey, pero ahora tienes que mirar más el bolsillo. Aun así, la calidad de los ingredientes y la mano de nuestros cocineros siguen siendo de diez.
Una anécdota divertida fue cuando llevé a unos amigos de fuera a conocer el Parador de Jaén, ese antiguo castillo convertido en hotel de lujo. Estábamos tomando un café en la terraza, disfrutando de las vistas espectaculares, cuando uno de ellos, despistado, se tropezó y casi tira la mesa entera. Al principio, el susto fue grande, pero luego no podíamos parar de reírnos. Esos momentos, esas risas compartidas, son las que hacen de Jaén un lugar especial.
Visitar Jaén es, en el fondo, una experiencia auténtica. Aquí no encontrarás grandes centros comerciales ni el bullicio de una ciudad cosmopolita, pero sí hallarás la calidez de su gente, la belleza de sus paisajes y una historia que se siente en cada rincón. Ven con el corazón abierto y los ojos bien atentos, porque Jaén, con sus virtudes y sus pequeñas imperfecciones, tiene mucho que ofrecer.